miércoles, 20 de abril de 2011

Educación, comunidad y libertad. Magaldy Téllez

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Educación, comunidad y libertad.
Notas sobre el educar como experiencia ética y estética 

Magaldy  Téllez   


Universidad Bolivariana de Venezuela 
Universidad Central de Venezuela
 
   
...hay una familiaridad práctica, innata o adquirida con los signos, que hace de toda educación algo amoroso, pero también mortal. No aprendemos nada con quien nos dice: <<hazlo como yo>>. Nuestros únicos maestros son aquellos que nos dicen <<hazlo conmigo>> y que en vez de proponernos gestos que reproducir saben emitir signos desplegables en lo heterogéneo.
Gilles Deleuze

RESUMEN
Este texto, con el cual busco responder a la gentil invitación para este número especial de  la Revista de Pedagogía, intenta mostrar ciertas inquietudes que nacen de la preocupación por las formas de resistencia en el terreno de las teorías y prácticas pedagógicas. En esta oportunidad, al hilo del encuentro disperso con pensadores como Deleuze, Arendt, J-L Nancy,Blanchot y Gabilondo, ofrezco una aproximación a los vínculos entre la tarea de educar como arte -la educación pensada como experiencia ética y estética-  y la creación de comunidad como espacio de libertad, inherente a otra manera de decir y pensar la dimensión pública de la educación.
Palabras clave: Educación, educación como arte, crítica, creación pedagógica, ética, encuentro, comunidad.   

Education, community and freedom.  
Notes on educating as an aesthetic and ethical experience

ABSTRACT
Responding to the kind invitation from the editorial board of the journal, in this paper some ideas arising from an interest developed for certain forms of resistance within the realm of both theories and pedagogical practices are presented. This time, trying to unite different strands of knowledge represented by authors like Deleuze, Arendt, Nancy, Blanchot and Gabilondo, it is approached the relationship between the activity of teaching as an art -education conceived of as aesthetic and ethical experience- and the furtherance of a community as a space for freedom. This perspective seems inherent in a different way to express and to think the public dimension of education. 
Key words: Pedagogy, freedom, ethics and education, aesthetics and education, community and education.
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La educación constituye en la actualidad uno de los ámbitos más resistentes a la problematización, entendiendo por tal la tarea de interpelación del presente que permite, siguiendo a Foucault, descubrir los estratos sobre los que se asienta una época, levantar las máscaras y develar la trama de poderes, dar cuenta de la constitución de los saberes y de los sistemas de sumisión, para abrir la posibilidad de convertir nuestra actualidad en problema, para ponerla radicalmente en cuestión. 
Los profundos cambios que hoy experimentamos exigen repensar la educación, instituyendo las condiciones  para constituirla como problema, es decir, animarnos a desmitificar lo establecido, sacudir hábitos y costumbres, agredir lo sacralizado y re-interrogar a través del ejercicio de la crítica, entendiendo la crítica como el movimiento de deslegitimación de lo dado, con toda la carga de riesgo y posibilidad que ello implica. La crítica erosiona, desnaturaliza, borra las falsas neutralizaciones, remueve lo sedimentado.
La educación puede encerrar un grave peligro cuando creemos que el buen profesor es aquel que a través de un discurso claro y riguroso nos transmite un saber cerrado, clausurado y sin fisuras, que obtura la incertidumbre, la aventura de la búsqueda y el riesgo del error. Esto se vuelve aún más grave en tanto no se lo experimenta como tal y permanecemos cautivados e indefensos frente a su despliegue de conocimientos, donde toda contradicción es resuelta y las objeciones sólo admiten una respuesta posible. El profesor se sostiene en la seguridad de estar transmitiendo un saber necesario para sus alumnos, un saber que busca despertar en el otro, en el estudiante, un asentimiento embelesado y reposa en la tranquilizadora seguridad que da la autoridad. Ambos, profesor y estudiante, juegan un juego especular: uno pretende que enseña, el otro cree que aprende.
Este juego reposa en la certeza que otorga el hecho de creer que la figura del profesor ocupa el lugar seguro del saber. Y este lugar seguro se relaciona con el hecho de que lo que se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña es fijado por el profesor que se instituye como sujeto omnisciente en ejercicio de una autoridad y depositario de un saber que la institución impone y que debe ser transmitido a un sujeto ignorado o denegado como ser de deseo. Juego y lugar inscritos en una concepción de la educación deudora de la metafísica de la presencia, definida por la búsqueda de una estructura centrada y fija que remite a un fundamento y a una idea de totalidad capaz de ser representada por el sujeto desde una certidumbre tranquilizadora.
Efectos extremos de esta transmisión disciplinadora aparecen descritos de manera inquietante en la literatura que se rebela contra el miedo como motor de la educación, como queda expresado en la Carta al padre de Franz Kafka. En ella, el padre-maestro enseña, marca, señala, designa, y el joven Kafka pierde la palabra frente a un padre despótico:
... yo adquirí en tu presencia un modo de hablar entrecortado, tartamudeante...; finalmente me quedé callado, primero acaso por terquedad y más adelante, debido a que en tu presencia no podía ni pensar ni hablar. Y como tú eras el que verdaderamente me educaba, esto repercutió siempre en todos los momentos de mi vida. Cometes en general un curioso error cuando crees que nunca me he sometido a ti... Es más: si te hubiera hecho menos caso, sin duda estarías mucho más contento conmigo... soy el resultado de tu educación y de mi obediencia... fui demasiado obediente y me convertí de hecho en mudo (Kafka, 1983: 26-27).
La pérdida de la palabra es una metáfora del poder y la arbitrariedad en la educación. Frente a los efectos de una educación autoritaria es bueno volver a reflexionar sobre las palabras de Heidegger (1958: 20) cuando nos dice:
En efecto: enseñar es aún más difícil que aprender... No porque el maestro debe poseer un mayor caudal de conocimientos y tenerlos siempre a disposición. El enseñar es más difícil que aprender porque enseñar significa: dejar aprender. Más aún: el verdadero maestro... produce a menudo la impresión de que propiamente no se aprende nada de él, si por aprender se entiende nada más que la obtención de conocimientos útiles.     
Será necesario, pues, salirse de ese lugar de saber que naturaliza, neutraliza y normaliza, y aceptar que el que aprende es un sujeto lanzado a la aventura de pensar, decir, hacer y sentir de otro modo. Situarse en la apertura que nos coloca en la situación de tener que sostener el desasosiego que provoca el pensar, en tanto nos arroja fuera de lo familiar y cotidiano enfrentándonos a lo desconocido. Esta apertura nos sitúa frente al valor y sentido de la interpelación en el campo educativo. No es ésta una tarea fácil, porque los sujetos del presente están dominados por la necesidad de conocimientos útiles que se suponen palancas para aminorar la incertidumbre percibida como amenaza. Y porque de lo que se trata es de construir un nuevo imaginario pedagógico que interpela al pensamiento para seguir resistiendo, para atreverse a pensar lo imposible y proseguir la tarea subterránea, desenmascaradora de las ficciones pedagógicas modernas.
Entre estas ficciones, cabe destacar la relativa a la creencia de que las generaciones adultas podrán transmitir la totalidad de la cultura a las generaciones jóvenes. Una ficción que, traduciendo la pretensión moderna de completud y homogeneidad del sujeto y la idea de sociedad como totalidad cerrada y transparente, nos ha hecho olvidar  la dimensión de imposibilidad de la educación: la imposibilidad de transmitir la totalidad de la cultura, porque si así fuera ni la cultura ni la historia existirían; la imposibilidad del aprendizaje sin deseo, porque si el profesor posee todas las respuestas el deseo es obturado; la imposibilidad de  transmitir un saber que se considera adecuado y necesario para el otro, porque sólo se puede transmitir la pasión que posibilite la emergencia del deseo y el estudiante sólo aprende en la medida en que se constituye en sujeto deseante de ese saber que se transmite como pasión, dando lugar a la emergencia del deseo que resignifica la palabra del otro; la imposibilidad de que algún programa pedagógico pueda ser capaz de suturar la fisura que el deseo ha abierto en el otro. Y, en consecuencia, la imposibilidad de trazar el proyecto de una educación ideal que se impone como certeza a la cual todos debemos "sujetarnos", porque se trata de resistir a este proyecto que clausura incertidumbres y tensiones excluyendo toda posibilidad de crítica y creación en el espacio educativo. Resistir, inventando un modo otro de pensar, decir, sentir y hacer eso que llamamos educar, teniendo en cuenta que en ello se juega una ética y una estética de la existencia.  
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Educar como arte es un acto de resistencia a los modelos dominantes de pensar, decir, hacer y sentir. Por esto, también es un acto creador que nos forma y nos trans-forma, que nos libera de nosotros mismos respecto de cómo pensamos, decimos, hacemos y sentimos. Sin esta resistencia no hay acto creador, no hay arte de educar como arte de tejer encuentros. Hay otras cosas, hay imposición al otro, hay fabricación del otro, hay dominio sobre el otro, ese otro que vemos y tratamos como un objeto en una relación que se vuelve puramente instrumental. O hay una función que se realiza para ganarse un sueldo o para adquirir ciertos privilegios a cambio de dar lo que supuestamente poseemos: unas verdades que de manera arrogante imponemos a quienes suponemos sujetos sin saberes, sin capacidades intelectuales, sin posibilidades de hacer valer su propia voz.
Desde luego, el arte de educar es inseparable de lo que para cada uno de nosotros ha sido eso que llamamos educación, la cual supone una relación con ella que puede asumir la forma de una relación sin preguntas y, por ende, dada, obvia, predecible, programable, o la forma de un enigma que comporta el misterio de pensar qué supuso, para cada uno de nosotros, cierta experiencia pedagógica. Aquella que nos provocó modificaciones de nosotros mismos.
En esa relación, sin duda, todos hemos vivido las constricciones de la educación expresadas en las asimetrías que discurren entre una voluntad que se impone o busca imponerse y una voluntad que se doblega o se resiste a hacerlo, todos hemos experimentado y experimentamos las maneras en que el deseo de convivir es deformado, perturbado e, incluso, negado. Todos hemos tenido y tenemos ocasiones para aprender que existen relaciones de poder que afectan negativamente la vivaz receptividad característica de la voluntad de pertenecer con otros a los mundos de los que formamos parte. Sin embargo, también hemos aprendido otras cosas, fundamentalmente, que la vida inevitablemente vivida con otros constituye un proceso que, paradójicamente, contiene un potencial gracias al cual el propio mundo puede llegar a verse confrontado desde dentro por la crítica y la creación.
En el arte de educar, crítica y creación no son otra cosa que el riesgo de dar la palabra, que hace, deshace y rehace, que nos hace, deshace y rehace, en un movimiento incesante. Crítica y creación son pues, el riesgo que asumimos en el acto de educar que, si es arte, lo es primordialmente porque implica el don de la palabra, no como facultad de hablar a los otros ni tampoco como facultarlos a hablar, sino en el sentido de regalar la posibilidad de abrir el espacio y el tiempo de lo que queremos llegar a ser. Algo de ese don se halla en ciertas ocasiones, aquellas en que uno encuentra como regalos ciertas ideas, ciertas voces, ciertos maestros, ciertos libros; regalos que, parafraseando a Larrosa, como los buenos amores, son pocos.
El arte de educar se relaciona, en consecuencia, con un cierto modo de leer, de escribir y de hablar. Leer como si no tuviéramos que rendir cuentas a nadie sino a uno mismo, en una relación con la lectura que nos da que pensar y que decir[1]. Escribir y hablar como gestos que, ajenos a la imperativa redacción de un texto para publicar, ascender y dictar una clase, implican donar la palabra para abrirse a la pregunta por lo que queremos llegar a ser. El arte de educar es, por ello, el arte de hacer emerger las intensidades que provocan ciertos planteamientos, la lectura de ciertos libros, las preguntas que nos hacemos acerca de nuestras relaciones con el mundo, con los otros y con nosotros mismos. Me refiero a las intensidades expresadas en la ampliación de los espacios del pensar mas allá de lo pensado, más allá de las certezas, en la creación de un nuevo cuerpo, de una nueva sensibilidad.
Y es que estas formas de estudiar, escribir y hablar, interrumpen el mundo seguro de las certezas absolutas, interrumpen lo que hace del estudiar, escribir y hablar un asunto de seguridades. Por eso constituyen, tal vez, el máximo de los peligros que acechan a la pedagogía que reposa en la lógica de las certezas tenidas como incuestionables, la lógica que rechaza las preguntas. Por eso recuperan la paideia en la que se sustenta una comunidad de diferentes -la de los que leen, hablan y escriben-, que nunca se cierra sobre sí misma, que se abre a la diferencia como relación, la comunidad de multiplicidades como la forma de estar en el mundo.
Gilles Deleuze escribió que como profesor le hubiese gustado dar una clase como Bob Dylan, organizarla como una canción que tuviera previstos los detalles pero que pareciera improvisada. Y describe este extraño ejercicio del acto de educar, a contracorriente de todo a lo que estamos acostumbrados en las prácticas educativas: lo contrario de un plagista, de un modelo, pero con una larga preparación; sin método ni reglas ni recetas, pero donando a unos y a otros lo que puede llegar a convertirse en creaciones a sacar del saco de clown; sin respuestas a priori que nos den las soluciones a problemas, pero amando el movimiento de aprender en encuentros a-pares (Deleuze, 1980).
Leí y continúo esta descripción como una invitación a pensar y practicar de otro modo la pedagogía. Una pedagogía que rompa con las prácticas dominantes  realizadas bajo los presupuestos discursivos del método, del medio, del fin, es decir, la realización de un orden, del mejor método, de la utilidad. Prácticas que, precisamente, cortan cualquier posibilidad crítica y de creación, que anulan el arte de educar porque escolarizan el pensamiento o, para decirlo de otra manera, instituyen la práctica de no preguntar más que desde respuestas ya dadas, excluyendo la fuerza de las buenas preguntas, no otras que las que dan a pensar y decir. Se trata, en consecuencia, de apostar por una pedagogía que quizá pueda llamarse pedagogía del encuentro, en la que puedan resonar las siguientes palabras de Deleuze:
Nunca se sabe de antemano cómo alguien llegará a aprender, mediante qué amores se llega a ser bueno en latín, por medio de qué encuentros se llega a ser filósofo, en qué diccionarios se aprende a pensar [...] No hay un método para encontrar tesoros y tampoco un método de aprender, sino un trazado violento, un cultivo o 'paideia' que recorre al individuo en su totalidad (Deleuze, 1988: 273-274).
Paideia, como parece oportuno observar, no es aplicación de un método, es un modo singular de acción que se hace y rehace entre amores y encuentros. Estas palabras deleuzianas invitan a decir que la tarea de educar como arte es una experiencia ética y estética. Se trata de desplegar en ella otra manera de sentir el mundo, otra manera de hacernos en la relación con el otro, en fin, otra sensibilidad de la que brotan nuevos sentidos de dicha tarea atendiendo a los afectos y a los peligros que constituyen cualquier espacio institucional, en razón  del funcionamiento codificador de las relaciones por las que discurre el deseo de aprender. Me refiero a las relaciones de dominación que hacen disminuir nuestra potencia de actuar y de aprender, que hacen inhóspitos los espacios de enseñanza-aprendizaje. 
Se trata, pues, de hacer de dicha tarea una experiencia de metamorfosis. Ello, desde luego, no es una cuestión de definir y conseguir metas, sino de hacer del arte de educar un acto creador cuyo alcance radica en una efectiva disposición del deseo de aprender que provoca  la posibilidad de líneas de fuga a los códigos instituidos del saber-poder. Tal vez sea pertinente señalar que las consideraciones precedentes apuntan al enseñar-aprender como algo que no es simplemente un medio para el saber, para obtener conocimiento útil, sino una iniciación sin término en el conocimiento del misterio de lo nuevo que no puede revelarse, porque su revelación equivaldría a su anulación.
Se trata, también, de fracturar nuestra voluntad de saber en favor de esa otra forma de conocimiento que implica aprender sobre nuestra propia ignorancia, sobre la fragilidad de lo que se enseña y de quien enseña. Porque en esta fragilidad, en su asunción, radica la principal fuerza de la pedagogía que pueda hacerse fecunda en la vida de los seres humanos. La pedagogía que, abierta a lo nuevo, provoca la metamorfosis de lo que creemos ya ser, la pedagogía cuyos logros no se pueden reducir a resultados de procedimientos para hacer que alguien hable, lea o escriba, sino en hacer que la lectura, el habla y la escritura, den a pensar y a decir, en abrir paso a lo nuevo. La fecundidad, como escribe Larrosa:
... es dar una vida que no será nuestra vida ni la continuación de nuestra vida porque será una vida otra, la vida del otro. O dar un tiempo que no será nuestro tiempo ni la continuación de nuestro tiempo porque será un tiempo otro, el tiempo del otro. O dar una palabra que no será nuestra palabra ni la continuidad de nuestra palabra porque será una palabra otra, la palabra del otro (Larrosa, 2003, 36-37).
En ello consiste la creación pedagógica desplegada en el arte de educar, creación cuya fuerza consiste en ayudar a vivir, en hacer que lo que pasa nos-pase, nos concierna, nos conmueva. Decir que la creación pedagógica, como toda creación, ayuda a vivir, significa decir que ella cumple una función, no social sino vital, aunque con ciertos efectos sociales, porque enseña nuevos modos de sentir, forja nuevas formas de sensibilidad. Significa decir que es invención de esos nuevos modos de sentir y que nadie puede participar del ejercicio creador sin tomarse en serio el trabajo de inventarse a sí mismo. 
Precisamente a esta invención convocan las aperturas creadoras de la pedagogía, sin visibilidad y sin escucha para los preceptos y prácticas pedagógicos que arruinan los conceptos vivos y hacen de la enseñanza algo vacío de relación vital, aunque llena de abstracciones que anulan la fuerza creadora de la lengua. Frente al juego imperante del habla normalizada que anula la posibilidad de decir, pensar, hacer y sentir de otro modo, la creación pedagógica implica, de una forma u otra, los afectos. Por ello, tiene que ver con que los recién llegados al mundo comprendan lo que (nos) pasa, resaltando el carácter práctico del comprender que, siguiendo a Deleuze, no requiere únicamente una comprensión filosófica, por conceptos, sino también una compresión no filosófica, por afectos y perceptos.
Conceptos, afectos y perceptos, son las tres líneas deleuzianas que se entrecruzan para construir un estilo pedagógico, el de un hablar sin dictar que procura conexiones y convoca a otra forma de encuentro. Me refiero a la que se configura como un espacio de torsión que propicia la apertura del decir más allá de lo ya dicho, de lo que aún queda por decir, pero, también, de nuevos modos de subjetivación que nacen de un acto de hospitalidad, hecho con el ir y venir de un cierto hablar que entrelaza porque habla la philia. Ahí radica, como sostiene Angel Gabilondo:
 ... la vinculación entre una idea nueva de la educación y un nuevo arte de hablar, en una toma de posición que consiste en comprender [...] Y aquí es donde se juega el futuro de la retórica. Cuando se tienen en cuenta los sentimientos, los valores, las emociones, se desarrollan razones específicas. La necesidad de comprensión hace que la cuestión sea la de los mecanismos y procedimientos para producir y provocar interés, para motivar. Y motivar es necesidad de argumentar según lo verosímil en un doble sentido (dar motivos y convencer, incentivar); dar motivos ¿para qué? Para modificar estados existentes y para procurar decisiones [...] componer bien para influir y producir efectos. (Gabilondo, 1997: 365-366).
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Podemos apreciar una afinidad entre ese acto de hospitalidad en el que habla la philia y el “hazlo conmigo” deleuziano que abre espacios al vínculo amoroso en la experiencia educativa, pues no propone gestos a reproducir sino «signos desplegables en lo heterogéneo» (Deleuze, 1988: 69). Afinidad de tono y afinidad en la invitación a forjar encuentros efectivos y afectivos. Pero estos encuentros, como nos enseña Deleuze, no son un mero estar unos junto a otros, sino estar con otros, algo más que simple proximidad. Enseñar es, desde esta perspectiva, un encontrar-se, una co-implicación.
En el encuentro como experiencia de formación, lo que se oye decir nos dice algo, nos toca y trastoca. Por ello, en este encuentro puede entenderse como un movimiento en el que, ajeno a los códigos de la institución escolar, lo que da que aprender no queda nunca aprendido y la pasión de aprender deviene tarea permanente de la amistad tejida al hilo de esta pasión como causa común de las multiplicidades que se encuentran.
Estar con otros, hablar con otros es impracticable sin la creación de una comunidad abierta y plural, pues sólo en ella cabe modificar estados existentes y procurar decisiones. Por ello, el arte de educar implica el arte de provocar modificaciones en el público y, al mismo tiempo, forjar lo público en el tipo de experiencias pedagógicas que convocan, es decir, que abren nuevos sentidos y componen un nuevo modo de estar juntos. La creación pedagógica, por ende, marcha junto a la creación de comunidad. Tal vez así podemos leer las palabras deleuzianas hazlo conmigo, que dicen de la conjugación entre pedagogía y comunidad dando nueva vida a los sentidos de la co-pertenencia y co-implicación, a la idea de lo público en la educación siempre en devenir.
Desde luego, la comunidad que se convoca es la posibilitada por los encuentros que no adoptan la forma de una pura identificación o de una fusión de sus partes en una unidad. La creación pedagógica no supone la comunidad de los semejantes o de los que simplemente están juntos, sino el espacio compartido entre nosotros, un nosotros que no se cierra sobre sí mismo, que implica hacer causa común de multiplicidades con otros. En palabras de Maurice Blanchot, la «comunidad inconfesable», «la comunidad negativa, la comunidad de los que no tienen comunidad», la imposible comunidad de lo Uno en la que se juega cualquier forma de amistad, incluida, por supuesto, la pedagógica.
Esto de la posibilidad de la comunidad imposible, fraternidad sin comunión, significa en última instancia hacerse responsable de la vida que transcurre en su propia imposibilidad de ser prevista, programada, calculada. Lo que en el campo pedagógico significa responder de la comunidad pública de la educación, en el sentido de hacerse responsable de otra responsabilidad, pues de la vida plural no podría responder yo sin los otros. Se trata de una responsabilidad otra, respecto de aquella a la que Blanchot alude cuando dice: 
«Responsabilidad: esta palabra trivial, esta noción que la moral más fácil (la moral política) convierte en deber [...] Responsable: prosaica y burguesamente, suele calificar a un hombre maduro, lúcido y consciente, que actúa con mesura, toma en cuenta todos los elementos de una situación, calcula y decide, el hombre de acción y de éxito» (Blanchot, 1990: 28). 
En cambio, frente a esta responsabilidad limitada al orden, la otra responsabilidad lo desborda y obliga a responder de la posibilidad de lo imposible:
Responsabilidad que me saca de mi orden -quizá de todo orden- y, al apartarme de mí (por cuanto 'yo' es el dueño, el poder, el sujeto libre y hablante), al descubrir la otredad en lugar de mí, me hace responder por la ausencia, la pasividad, vale decir, por la imposibilidad de ser responsable, a la que esta responsabilidad desmedida siempre me tiene ya condenado, consagrándome y descarriándome [...] ¿cómo sostendremos, en ese vocablo [responsabilidad] del que hace el uso más fácil el lenguaje de la moral ordinaria poniéndole al servicio del orden, el enigma de lo que anuncia, sino como respuesta a lo imposible [...]? (Blanchot, 1990: 28).
No se trata, pues, de la responsabilidad fácil convertida en deber, sino de la responsabilidad que se aparta del yo y descubre al otro para responder ante él y para responder de él, de la responsabilidad que me expone ante el otro.  
Con ello estamos tocando otra dimensión de la creación pedagógica en el arte de educar, la relativa a la imposibilidad de la pedagogía como saber orientado a la programación de la educación. Es decir a la pedagogía de lo indecidible, que rechaza el hecho mismo de que deba haber solución para cuestiones en gran medida irresolubles, que deba anular la tensión existente entre las proposiciones aporéticas que recorre el mundo de la pedagogía. El tipo de proposiciones definidas por Deleuze y Guattari como indecidibles, «el germen y el lugar de las decisiones revolucionarias [...] No hay lucha que no se realice a través de esas proposiciones indecidibles, y que no construya conexiones revolucionarias contra las conjugaciones de la axiomática» (Deleuze y Guattari, 1988: 476).
En lo indecidible algo diferente se desencadena, a saber: la creación instituyente de una ética y una estética de la existencia. No una ley o un valor último, sino aquello por lo que puede haber relación con la ley o con el valor: la libertad.
Pero la libertad de la que aquí se habla no es la de «la autonomía de una subjetividad dueña de sí misma y de sus decisiones, evolucionando sin ningún tipo de traba, en una perfecta independencia» (Nancy, 1996: 79). Porque tal independencia es precisamente la imposibilidad de la relación en la que inevitablemente se ejerce la libertad. La libertad de la que aquí se habla es, prosiguiendo con Nancy, la experiencia  indefinidamente renovada que nos hace libres:
Lo que así nos hace libres, es la libertad que nos expone [...] Lo cual significa que la decisión como tal es esencialmente ‘abridora’ o ‘espacializante’ (con una espacialidad que no se reduce al tiempo, pero que es ‘al mismo tiempo’ espaciamiento del espacio y del tiempo de la existencia). Pero el estado de abierto que caracteriza la decisión en su autenticidad es estado de abierto a (o de) lo libre [...] Esta espacialidad, o esta espaciosidad, es espacio de la libertad, en la medida en que ésta es libertad, cada vez, de un espacio libre. Es decir que constituye la esencia espacializadora o espaciante de la libertad [...] Esta espacialidad no es tanto un espacio libre dado... sino que es más bien el don de una espacio-temporalidad (...) que se engendra (...) y que se continúa mediante la liberación misma del espacio, y como el exacto reverso de su devastación. (Nancy, 1996: 161-162).
Es la libertad que no puede ser más que la del «ser-en-común de la libertad», en cuya puesta al día consiste la revolución entendida como «estado abierto de la decisión, comunidad expuesta a ella misma» (Ibidem, 181). Por esto la libertad es impracticable sin la experiencia de decisiones indecidibles, como puede desprenderse del citado fragmento y del siguiente, tomado de Jacques Derrida: 
Me atrevería a sugerir que la moral, la política, la responsabilidad, si las hay, no habrán empezado jamás sino con la experiencia de la aporía. Cuando la vía de paso está dada, cuando por adelantado un saber posibilita el camino, la decisión está ya tomada, lo que es tanto como decir que no hay ninguna por tomar [...] La condición de posibilidad de esta cosa, la responsabilidad, es una cierta experiencia de la posibilidad de lo imposible: la prueba de la aporía a partir de la cual inventar la única invención posible, la invención imposible. (Derrida, 1992: 38-39).
Las preguntas, inevitablemente, surgen ¿qué implicaciones tiene la aporía en educación? ¿Qué experiencia de la imposibilidad posibilita la educación de la imposible programación?
En La crisis en la educación, Hannah Arendt dice que la esencia de la educación es la natalidad, el hecho de que en el mundo hayan ‘nacido’ seres humanos, lo que conlleva una aporía. Esta aporía consiste en que para preservar al mundo del carácter mortal de sus creadores, es decir, para hacer honor al hecho de que el mundo haya sido creado por sus habitantes y por lo tanto sea hogar para un tiempo limitado, es menester volver a ponerlo, una y otra vez, en manos de los “recién llegados” al mundo. De ahí que la cuestión de la educación resida en la interminable tarea de poner en juego continuamente el mundo en lo nuevo que trae cada generación. Pero, añade, por el bien de lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño, la educación ha de ser conservadora,  tiene «que preservar ese nuevo elemento e introducirlo como novedad en un mundo viejo que, por muy revolucionarias que sean sus acciones, siempre es anticuado y está cerca de la ruina desde el punto de vista de la última generación» (Arendt, 1996: 186).
Esta cuestión de lo nuevo en lo viejo está, sin duda, en el centro de la imposible programación de la educación. No en vano lo que viene a decir Arendt se dirige a mostrar el valor y sentido de hacer la educación (imposible), como invitación a hacer de la educación un campo de la acción humana, una experiencia. La experiencia de pasar por la novedad en un mundo viejo, por la imposible transmisión de la cultura que transita las diferentes generaciones, pasar el pasado, en el presente, para un futuro abierto cuyos resultados finales se nos escapan siempre, iniciar procesos que hacen de la educación experiencia de decisiones indecidibles.
Lo que viene a decirnos Arendt es que a la aporía constitutiva de la relación entre lo viejo y lo nuevo responde la experiencia de la educación, pues su siempre por hacer es permanente quehacer de nuestra existencia. De ahí que la educación, al poner al recién nacido en la existencia, se mantenga en el límite indecidible de su propia ausencia de esencia, se sitúe allí donde las formas instituidas que la materializan se des-bordan. De este modo, se aprecia la falacia de pensar la educación desde supuestos esencialistas, pues, en su radicalidad, la educación no es asunto de interioridad, como tampoco lo es del autónomo desarrollo solipsista de las facultades individuales.
 Educar es, por el contrario, una de las formas adoptadas por la exterioridad de la existencia a la que nacemos y que nos reenvía a la experiencia posible de la libertad. Procurar esta forma de educar es responsabilidad, el tipo de responsabilidad a la que nos convoca la fraternidad irrecíproca que parte lo común del mundo, lanzando el nosotros a su exterior, la responsabilidad que nos expone a la comunidad. Así pues, la creación pedagógica, en su inevitable condición pública, también abre espacio, es decir, espacializa el ser-en-común que nos parte y reparte. Se ofrece espaciosa y espaciadora en el libre espacio de desplazamientos y encuentros, en el que lo político de la educación se construye por la espaciosidad del ser-en-común de la libertad a la que puede dar lugar. Puede sostenerse que aquí radica la dimensión pública de la educación.
Dimensión pública cuya determinación ontológica no es otra que la existencia procurada en y por la relación que pone a los seres humanos en comunidad. Mas no se trata de un relacionarse como si se juntaran sujetos ya dados para establecer la relación, pues en la relación los sujetos no están dados, se construyen en y con ella.  Por esto la dimensión pública, siempre anterior a la privada o interior, nos permite pensar la educación como espacio de encuentros. Y  lo que este espacio tiene de impredecible, de incalculable, es lo que nos posibilita inscribir las prácticas educativas en la apertura indefinida del espacio de relaciones liberado de los a priori que lo delimitan y encierran, para hacer transcurrir la experiencia de la educación como experiencia de la libertad.
Desde luego, educar en la libertad, más allá de un derecho dado, es siempre un renovado comienzo, es un colocar la existencia en el espacio de la relación que hace de la experiencia de la libertad un exponer-se siempre al otro. Es en este sentido que pienso la tarea política de la educación en cuanto liberación de encuentros o (re)apertura inacabada del espacio de relaciones. Lo que quiere decir que lo interminable no es el fin sino el comienzo sin término, el comienzo como lugar del encuentro y de la diferencia, de la  causa común de multiplicidades y, desde luego, de la responsabilidad con y ante los recién llegados al mundo. Porque la cuestión esencial de la educación, como escribió Arendt, reside en la natalidad, es decir, en el hecho de que es menester poner al mundo, una y otra vez, en manos de lo nuevo que trae cada generación. Escuchemos sus palabras.
La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y jóvenes, sería inevitable. También mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común. (Arendt, 1996:208).
A esta tarea de renovar un mundo común responde la experiencia de la educación siempre por hacer, que es permanente quehacer de la existencia y de la responsabilidad que nos hace relanzar nuestro “yo” a su exterior, exponiéndolo a la comunidad de multiplicidades, de la diferencia en el encuentro con los otros. Una experiencia que nos procura, en su dar que vivir, lo que permanentemente queda por vivir cuyo resultado final, por definición, se nos escapa siempre. Nada fácil, pues nunca faltará la policía de los códigos que nos dicen lo que debo pensar, decir, hacer y sentir, que fijan lo móvil y borroso de los contornos en los que acontecen los devenires que somos.
Referencias bibliográficas
1. Arendt, H. (1996). Entre el pasado y el futuro. Barcelona, España: Península. 
2. Blanchot, M. (1990). La comunidad inconfesable. México: Vuelta. 
3. Deleuze, G. (1980). Diálogos. Valencia, España: Pre-Textos. 
4. Deleuze, G. (1988). Diferencia y repetición. Madrid: Júcar. 
5.  Deleuze, G. y Guattari, F. (1988). Mil Mesetas. Valencia, España: Pre-Textos. 
6. Derrida, J. (1992). El otro cabo. La democracia, para otro día. Barcelona, España: Serbal. 
8. Gabilondo, A. (1997). Trazos del eros. Madrid: Tecnos. 
9. Heidegger, M. (1958). ¿Qué significa pensar? Buenos Aires: Nova. 
10. Kafka, F. (1983). Carta al padre. México: Nuevomar. 
11. Larrosa, J. (1996). La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación. Barcelona, España: Laertes.  
12. Larrosa, J. (2003). Entre las lenguas. Lenguaje y educación después de Babel. Barcelona, España: Laertes.  
13. Nancy, J-L. (1996). La experiencia de la libertad. Barcelona, España: Paidós. 
Notas
1. Tengo presente uno de los motivos principales de los aportes de Jorge Larrosa, especialmente en su libro La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación. Laertes, Barcelona, 1996.